En una serie de objetos usuales –yesqueros, cajas de fósforos, tarjetas de crédito, “mouse pads”, aromatizadores, lámparas, libros- Luis Molina-Pantin ha encontrado el paisaje. Las fotografías que ha tomado son, pues, de estos objetos como soportes de los paisajes que se encuentran sobre ellos. El repetorio es, como se deduce de la enumeración, variopinto y no parece contener ninguna clave de sentido. ¿Qué relación se puede establecer entre la serie de fuegos y luces –fósforos, yesquero, lámpara- y la serie restante: libros, soportes de escritura (“mouse pad”, “tarjeta de crédito”)? ¿Qué pensar del resto: ceniceros que alojan los restos del fuego; o aromatizadores que abrevan la acidez del humo?
No menos heterogéneo es el repertorio de los paisajes: las cataratas del Niágara vistas desde lo alto en un yesquero de colección, una epopeya militar decimonónica sobre un paisaje escarpado en una caja desvencijada de fósforos, los trópicos de cáncer de algún estuario de Florida sobre la pantalla de una lámpara, un paisaje provenzal en el aromatizador con efluvios de lavanda, las ruinas antiguas en los libros de historia, el Avila imponente y desvaído en un “mouse pad”.
Estas fotografías son neutras. Son indiferentes. Revelan las imperfecciones de las cosas, los rastros que ha dejado en ellas el desuso, la pátina del uso como quien deja caer la vista sobre una mala costura. Se pudiera pensar que estos objetos existen para que no veamos en ellos nada y para no ser vistos: son objetos que amueblan mudamente nuestra existencia y que acompañan, con no menos silencio, los gestos más automáticos de nuestra vida: encender un cigarrillo, depositar sus cenizas; mover el “mouse”; encender la luz; rociar de humores artificiales los malos olores de la cocina, efluvios excremenciales. En tal repertorio de la inadvertencia sorprenden, sin embargo, los libros. Bastaría decir que son “libros escolares”, cuya lectura se justifica sólo en las tardes arrancadas al ocio infantil para la vigilia de los exámenes y de los cuales cabría dar la excelente descripción que Roland Barthes ofreciera algún día de una pintura de Cy Twombly: que en ellos se revela la esencia de tales libros, como la esencia de un pantalón no es “ese objeto almidonado y rectilíneo que se encuentra en los ganchos de los mostradores; sino más bien el montón de tela abandonado en el suelo, negligentemente, por la mano de un adolescente, cuando se ha desvestido, extenuado, perezoso, indiferente.”
“La esencia de un objeto –continuaría Barthes- tiene ciertamente algo que ver con su desecho: no es forzosamente lo que queda después de haberlo usado; sino más bien lo que ha sido lanzado fuera de su uso.”1
Las fotografías de Molina-Pantin, con fuerza de elocuencia clínica, establecen un paralelismo entre estos objetos “lanzados fuera del uso” y los paisajes que, por estar en ellos, también se encontrarían alienados de cualquier frecuentación.
¿Qué pretenden entonces decir sobre el paisaje estas fotos tituladas, precisamente, “Nuevos Paisajes”? ¿Qué tipo de enunciado general sobre el paisaje podemos encontrar en ellas?
Lo primero, sin duda, es que se trata de “paisajes encontrados”. Hay, entonces, en estas obras, una doble economía de significación: por una parte, Molina-Pantin establece una conexión con el paisaje a través de su “encapsulamiento objetal”, es decir, con un paisaje devenido lugar común paisajístico sobre el lugar común de los objetos que lo soportan. Los paisajes que estas fotos registran indirectamente, al registrar sus objetos, han sido completamente neutralizados por su inscripción en tales artefactos y marcados allí por un exclusivo “valor de uso”. Todo sucede como si la fotografía dijese: “ya no hay paisaje”; como si el paisaje hubiese sido sometido a los efectos de una memoria muerta, en la epidermis somnolienta de los objetos que nuestra percepción olvida. Pero por otra parte, haciendo evidente que el paisaje depende de un abismal trabajo de formateo; haciendo claro que el paisaje es, como en estas fotos, el enmarcamiento de un enmarcamiento; la inscripción figurativa de algo ya previamente figurado y sometido a representación; inscrito y convertido en mirada convencional por una pulsión visual artificializante, todo sucede como si estas fotografías nos dijeran, también: “tal es el paisaje, desde siempre”.2
En verdad el paisaje no ha dejado de ser nunca un “paisaje encontrado”. Que ello sea en el relato maravillado de Cristoforo Sorte, contemplando un incendio nocturno en Verona y descubriendo, entonces, que aquella escena ya había tenido lugar en una tablilla flamenca inadvertidamente vista en las colecciones del duque de Mantua; 3 o en la costumbre viajera de ciertos caballeros ingleses que visitaban las campiñas romanas durante el siglo XVIII munidos de unos aparejos que les permitieran, de estación en estación, detenerse a ver en el paisaje las vistas de los cuadros de Claudio de Lorena.
No puede, pues, haber efecto de realidad en el paisaje. Ante esta evidencia de que el paisaje sea la coda incesante de una “artificialización” de la naturaleza; ante la historia del paisaje como historia de una representación, los argumentos de Platón se desmoronan. No cabría estigmatizar a la representación por mentirosa, ni pretender que obnubilándonos como los fármacos nos deja en el engaño, haciéndonos tomar por verdadero lo que es falso. El paisaje siempre esta a distancia, y tal verdad viene a hacerse ostentación fotográfica en las imágenes de Luis Molina-Pantin.
Y, sin embargo, estas fotos, que velan al paisaje en el comercio de su encapsulamiento, ostentan efectos de realidad para revelar la verdad precaria, usual, desechada, usada, genérica de los objetos que en ellas se representan. La fotografía “ha estado allí”, en esa escena neutra donde nada extraordinario la convocaba, al tiempo que no puede pretender haber estado nunca ante el paisaje que en esos objetos se estigmatiza como una mentira helada.
“Pharmakon”, llamó Platón a la representación, proponiendo para ella el símil de una poción que nos engaña o nos embriaga.4 “Pharmakon” fue, desde siempre el color, por sus efectos patéticos sobre el espectador.5 Cuando a la altura de 1830 el diputado Aragó anunciaba la extraordinaria invención del señor Daguerre, y los pintores aterrados se vieron despojados de la magia de la mímesis por la veracidad inconfundible de la fotografía, el “pharmakon”, la farmacia de la representación pareció haber llegado a su colmo.6
En enero de 1914 Marcel Duchamp se rinde sin embargo a la estación de Saint Lazare, para tomar el tren que lo llevaría a Rouen y al año viejo en la calígine densa de aquel invierno. “Compré entonces –cuenta Duchamp- una reproducción barata de un paisaje de tarde invernal que llamé “Farmacia”, tras haber añadido dos pequeñas manchas, una roja y otra amarilla, sobre el horizonte. Sen veían dos lucecitas en el fondo del paisaje. Si hubiese colocado una roja y una verde, aquello hubiese parecido una farmacia.”7
Una farmacia del paisaje en un paisaje encontrado, para desmontar, como Luis Molina-Pantin, el “pharmakon” de la representación.
2 Vdr. Alain Roger: Court traité du paysage, Gallimard, Paris, 1997, pp. 11-30.
3 Vdr. Ernst Gombrich: La teoría del arte renacentista y el nacimiento del paisajismo, in Norma y forma, Alianza, Madrid, 1984, pp. 244-245.
4 Cf. Platon: Gorgias, 455d/457a. Vdr. Jacques Derrida: La pharmacie de Platon, in La Dissémination, Seuil, Paris, 1972, pp. 118 et sqs.
5 Vdr. Jacqueline Lichtenstein: La couleur éloquente. Rhétorique et peinture á l’âge classique, Flammarion, Paris, 1989.
6 Vdr. Anne Mc Cauley: Arago, l’invention de la photographie et le politique, in Etudes Photographiques, 2, Mayo, 1997, p. 31.