La diferencia entre ser mundial y conocer el mundo

Luis Pérez Oramas

 
“Desde mi temprana juventud había sentido el ardiente deseo de hacer un viaje a regiones lejanas y poco visitadas…Este deseo caracteriza una época de nuestra existencia en que la vida nos aparece como un horizonte sin límites, donde nada tiene ya para nosotros más atractivos que las fuertes agitaciones del alma y la imagen de los peligros físicos. Educado en un país que no mantiene comunicación alguna directa con las colonias de las dos Indias, y habitante luego de las montañas apartadas de las costas, y célebres por las numerosas explotaciones de minas, sentí desarrollarse progresivamente en mí una intensa pasión por la mar y por largas navegaciones. Aquellos objetos que sólo por los relatos animados de los viajeros conocemos, tienen un encanto particular: nuestra imaginación se place en todo lo que es vago e indefinido…”1
Doce años han transcurrido desde que el barón de Humboldt emprendiera su viaje cuando escribe estas frases, al inicio de su libro, su monumental cuaderno de bitácora. Más allá de las aportaciones ilustradas y científicas de Humboldt al mundo de la comprensión de lo terrestre, más allá de las observaciones astronómicas, de las operaciones trigonométricas y de las mediciones barométricas, más allá de las plantas, Melástomas y Rhexiae, más allá de la geografía de los árboles, de la zoología o de la anatomía comparadas, más allá de las montañas, las naciones, las etnias, me gustaría señalar que con el viaje de Humboldt se inicia la posibilidad en América de una Antropología Visual. Me gustaría señalar lo que nos trajo este viaje de un alemán al suelo americano: nos trajo un ojo, una visión, una gigantesca posibilidad de mirar.
En 1996, mientras residía en la ciudad de San Francisco, Luis Molina-Pantin viajó por primera vez a Alemania. Lo hizo en un vuelo directo de la companía Lufthansa, cuya duración fue de 14 horas. De tal viaje emprendido como fotógrafo, es decir, como quien encarna el oficio técnico que hace posible una escritura de la luz, Molina-Pantin, empeñado en inscribir la práctica fotográfica dentro de los límites del campo de la antropología visual, guardó tres imágenes propias: el interior de la nave en cuestión -un Airbus- ya vacío de pasajeros, amodorrado al final de la travesía; la vista del ala del avión tomada desde la ventanilla, una vez la nave estacionada en el aeropuerto de Frankfurt; la imágen de la sede administrativa de la companía Lufthansa en la ciudad de Colonia.
Me gustaría señalar, al mencionar la exacta inversión temporal y cultural  de sendos viajes (el de Humboldt a finales del siglo XVIII; el de Molina-Pantin a finales del siglo XX), que nada distingue este interior de avión de cualquier otro; que nada distingue esta vista de un aeropuerto de cualquier otra, por ejemplo de las  52 fotografías referidas a la “topología” aeroportuaria que los artistas Peter Fischl y David Weiss han incluído en su obra monumental, “humboldtiana”, titulada Visible World2; que nada distingue en fin a la sede administrativa de la companía Lufthansa en Frankfurt de cualquier edificio corporativo, de cualquier arquitectura genéricamente moderna, de cualquier sede de cualquier companía en cualquier lugar urbanizado del planeta: Caracas, Addis Addeba, Sidney, San Francisco, Sao Paulo.
Luis Molina-Pantin ha recuperado, con ánimo de entomógrafo, con alma de coleccionista, toda la “memorabilia” de la companía Lufthansa, durante y después de su viaje. Dice el artista que desde pequeño, desde la infancia admiraba el carácter de la imágen pública, el diseño y las estrategias de reconocimiento de la célebre companía aérea alemana. La observación no deja de ser paradójica de parte de un artista -aún cuando conviene preguntarse si este nombre es todavia pertinente para quienes practican las operaciones con que solemos identificar al “arte contemporáneo”- en cuya obra parece jugar un papel estratégico la voluntaria, sistemática, aguda ausencia de carácter de los registros y apropiaciones.
Entre la “memorabilia” de su viaje en Lufthansa que Molina-Pantin incluye en su exposición, se encuentra la ampliación fotográfica de una de las publicidades de la compañía aérea cuya leyenda reza, lacónica: “La diferencia entre ser mundial y conocer el mundo”. Esta escogencia es sintomática de una decisión táctica que constituye el sentido de esta instalación, porque toda la obra de Luis Molina-Pantin se juega en la ausencia de diferencia, en el desmontaje sistemático de los mecanismos de diferenciación. De suerte, por ejemplo, que las tres imágenes producidas por nuestro fotógrafo, las únicas tres imágenes de esta muestra que no responden a la lógica estricta del “ready-made”, las únicas plenamente “autorizadas” por Molina-Pantin en esta obra, las únicas que no son consecuencia de estrategias de apropiación -la nave vacía, el ala de avión, la sede corporativa-, se confunden, se funden, se (in)diferencian con todas las demás: postales publicitarias, afiches, avisos, iconografía de “marketing” corporativo, etc. Se pierde así, voluntariamente, la distinción entre las ampliaciones de las postales con aviones de Lufthansa, las ampliaciones de los detalles fotografiados de las naves -el tren de aterrizaje, el asiento- con las fotografías tomadas por Molina-Pantin.
Todo parece indicar un doble movimiento constitutivo de la obra, en su estrategia de inscripción “museal”: por una parte “descender” la fotografía al nivel de la parafernalia imagística, anónima, corporativa con la que la compañia se autopromueve publicitariamente; por otra parte, entonces, en la misma operación instalativa, “ascender” esta iconografía sin lugar y sin autoría a los límites de una intervención “artística” concebida por Luis Molina-Pantin.
Se entiende que tanto el término “descender”, como la palabra “ascender” están siendo evocados irónicamente. La consecuencia estricta de la no-diferenciación que caracteriza a esta obra -y que no es nueva en Molina-Pantin es precisamente la imposibilidad de distinguir si de ascenso o de descenso se trata: no estamos en el territorio institucionalizado de la fotografía o de la práctica artística como prácticas estrictamente estéticas. Para retomar la frase de Humboldt: “nuestra imaginación se place en todo lo que es vago e indefinido…” Se trata, en fin, como en toda estrategia en la que prevalece una apropiación de sentido, de operaciones puntuales de traslado: de un lugar (la fotografía autorada) a otro (la producción imagística anónima); y viceversa; del arte a la antropología visual, y viceversa; del aeropuerto (ese lugar de paso) al museo (ese monumento de domiciliación y de permanencia).
Mecanismos de traslado ocupan, pues, el nódulo conceptual de esta obra. Que la fotografía de autor se confunda con la anónima y lo contrario. Que la propiedad intelectual individual -que regula jurídicamente la producción artística en Occidente- se confunda, a todo riesgo, con la propiedad intelectual corporativa, con la imagen de marca, con la franquicia comercial. Que los lugares, de tanto moverse, anestesiados en la frialdad de la instalación, se pierdan. Que no haya, en fin, lugar preciso, ni precisable. No es, pues, un azar, ni tampoco, acaso, una “intención”, una “línea de mira”, sino una intuición perfectamente proporcional que todo este “montaje” museal de Luis Simn Molina-Pantin tenga por pretexto el “label”, la “imagen”, la iconografía corporativa de un medio comercial y masivo de transporte: finalmente la indiferenciación, que es operada por traslados sutiles, tiene por pretexto y por referente a una empresa de traslados (aéreos).
Algunas de las cosas que el barón de Humboldt aclaró, para molestia de todo el eurocentrismo científico de su tiempo (y del nuestro), es que la naturaleza americana no se explicaba, como se creía hasta entonces, por una suerte de traslado protohistórico desde las espesuras perdidas de Europa hacia los confines primigenios del Nuevo Mundo. En otras palabras: la mirada de Humboldt empezó a fundar, al menos en el registro del conocimiento científico, la certeza de que no hay en rigor ningún lugar central, generativo, en el mundo. Que no hay un lugar “matricial” del cual proceden todos los demás lugares.
Lo propio cuando se está de viaje, por ejemplo en una línea aérea, es la ausencia de lugar, la no-diferenciación de lugar. El mundo contemporáneo excele en la generación de topologías indiferentes: homotopías, lugares que son siempre iguales, jamás afectados por la “diferencia de lugar”. Todos los aeropuertos, todos los aviones, todos los “kits” de viaje, todos los edificios corporativos, todos los trenes de aterrizaje son “clones” de sí mismos: idénticos productos de un universo de exactas identidades productivas. En este territorio de similitudes absolutas, en este sueño real de ideales autoidentificaciones -en ese territorio de la absoluta estabilidad entre cosas idénticas- la fotografía indiferenciada, neutra, desautorada (si no desautorizada) tiene algo que decir: puede, por ejemplo, mimetizarse -ella que ha sido, desde su origen, el objeto de una mistificación de la mímesis- con el no-lugar más absoluto.
Todo indica aquí una resistencia de lugar -hasta la sala del Museo sin identificaciones museográficas apropiadas en la que tiene lugar esta instalación-: Luis Molina- Pantin se trasladó de Caracas a la costa de California para trasladarse desde allí, en un vuelo de Lufthansa, hasta Alemania. Todo ha sucedido, pues, fuera de lugar. Y viene entonces a domiciliarse, temporalmente, en un museo de Caracas cuya arquitectura responde, con torpeza eurocéntrica, a la anonimia de un género indiferenciado: ¿no pudiera, sin menoscabo de su imagen, el edificio del MAO estar en un hipódromo de Berlín?
¿Qué pensar, entonces, de la presencia de una imágen del Museo corporativo por excelencia, del museo franquiciado y franquiciable que es el Guggenheim-Bilbao, en una de las ampliaciones publicitarias de Lufthansa que Molina-Pantin incluye en su instalación? Para decirlo sibilinamente: que sin duda, acaso, hay una diferencia entre ser mundial y conocer el mundo. Que con el Guggenheim -ese espectro mayor, fantasmático de todo museo en la edad postindustrial- el Museo ha inaugurado la historia de una existencia sin lugar.
El espacio de tensión -y de sentido- de esta obra se establece entonces entre el artista, que voluntariamente renuncia a su poder de franquicia, a su potestad de autoría (es decir, a ser reconocido como tal por cualquier espectador inadvertido) y la corporación -comercial y museal- que reivindica esa potestad (ser reconocida desde cualquier inadvertencia), más allá de la jurisprudencia del espíritu, en su posicionamiento estratégico de poder, en su inscripción (geo)política.
No bastaba para ello la domiciliación museológica tradicional: no bastaba una sala de un museo. Hacía falta indicar que este asunto, este combate jurídico, como una agonía de franquicias -pues al final se trata de una jurisprudencia estética tradicional versus una nueva jurisprudencia que prácticas artísticas más proporcionales al entendimiento antropológico de lo visible han ido produciendo desde hace un siglo- desborda la sala que la acoge simbólicamente: “screen-savers” con aviones de Lufthansa en las pantallas de los computadores de las oficinas del museo (que ningún espectador o visitante llegará a ver), un video estático y subliminal en la cafetería, una valla publicitaria en el jardín de esculturas, otra ampliación -esta vez de una valla de antiguas publicidades de Lufthansa- junto a una taza con el logo de la compañía aérea sobre el fichero del centro documental de la institución.
Este último elemento de la instalación es particularmente significativo: ¿no es acaso la reducción “archivológica” el destino de toda obra “museada”? Al final, en el corazón del Museo, en su incesante máquina de registros, donde las obras cambian su apariencia por un código, su cuerpo por una ficha, su existencia por un reporte de conservación, lo que se produce, a través de un complejo acto de (re)nominación y bajo pretexto de diferenciación, es una indiferenciación suplementaria. ¿Quién, que haya laborado en instituciones como el museo, no ha padecido el riesgo de perder completamente la experiencia de las obras en razón del extraño sentimiento de posesión y diferimiento que provoca el aparato instrumental de su registro? ¿Quién no ve en la textual sucesión de códigos y números de los registros de obras la pérdida antimonumental de toda diferencia entre las obras?
Luis Molina-Pantin no parece adoptar ninguna posición específica ante el problema que su obra alude y que la informa toda: se evidencia en su producción una verdadera fascinación por la reducción de lugar, por el no-lugar. No obstante ello, la ampliación de la imágen de una antigua valla publicitaria de Lufthansa, y la taza de cerámica encapsulada sobre el fichero vacío del museo adquieren una inquietante apariencia de fetiche, una dimensión “relicaria”. A ello se añade, en todo caso para mi experiencia personal, la asociación rememorativa que esta imágen me produjo de las indicaciones de los campos de la muerte, acaso la primera y más radical experiencia de indiferenciación y de pérdida absoluta de lugar que la humanidad haya jamás padecido. Porque algo caracteriza -como un síntoma recurrente- las imágenes que Molina-Pantin ha producido hasta ahora: no hay en ellas ninguna forma significativa, explícita, de presencia humana. Sus espacios -los producidos por él, los por él apropiados- son espacios desolados, desiertos. Son no-lugares; son lugares para nadie.
Una última analogía, perversa y acaso no intencionada, me ha llevado a la memoria de los campos de la muerte. Lufthansa o Luftwaffe, para un habitante desprevenido de la América Equinoccial, educado bajo el incesante influjo de series televisadas norteamericanas en las que -con ayuda de una guerra fría- se evocaba esquemáticamente la caliente guerra del pasado siglo, identificando al mal con el acento germánico, ciertas sonoridades y apariencias, estarán para siempre cargadas de connotaciones específicas. Hoy sabemos que aquellos campos fueron la más seria tentativa por producir, en la carne de la historia, un no-lugar, un lugar de símiles, de hombres idénticos entre sí. Y desde entonces sabemos también inquietarnos con la más vaga aparición de no-lugares en la experiencia de la historia -aeropuertos o imágenes reguladoras de nuestra existencia más banal-.
En la desolación muda de las obras de Luis Molina-Pantin, que fueron la consecuencia de un viaje, el rastro de un traslado hacia el no-lugar, la metáfora de una pérdida de lugar que acusiosamente ha capitalizado todo el entusiasmo periférico de nuestra cultura con lo moderno, la inversión exacta de aquel viaje de Humboldt con el cual se había iniciado la construcción epistemológica de nuestro lugar, quisiéramos ver entonces una forma sutil de cuestionamiento que, por omisión enunciativa, “mordería” la singularidad política de nuestra historia presente, hoy marcada por una regresión aparente a las ficciones de la localidad con la cual se clausura, colectivamente, la utopía que fue nuestra en no querer poseer diferencia alguna entre ser mundial y conocer el mundo.

1 Alejandro de Humboldt: Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, Monte Ávila Editores, Caracas, 1991, p. 37.

2 Peter Fischl y David Weiss: Visible World, Museu d’Art Contemporani de Barcelona MACBA, Mathew Marks Gallery, Nueva York, 2000.